Es muy común que las empresas transnacionales recurran a sus países de origen para reclamar cuando sus intereses se ven afectados en el extranjero. Cuando Argentina expropió YPF, propiedad de la compañía petrolera Repsol en el 2012, el gobierno español le manifestó a su par argentino que la hostilidad contra los intereses de sus privados era interpretado como un gesto de hostilidad hacia España, que podía tener consecuencias. Una amenaza en todos sus términos. Pero no solo sucede en las relaciones norte-sur, que bien pueden interpretarse como reflejo de una actitud neocolonial, sino también en las relaciones sur-sur. Por ello, no sorprendió la reacción del gobierno brasileño al considerar como un gesto no amistoso la nacionalización de la industria de los hidrocarburos en Bolivia, la misma que afectó directamente a Petrobras.
Tratándose de nuestro país, este tipo de situaciones no es nueva, gran parte de los problemas que tuvimos en los sesentas con la International Petroleum Company (IPC) estuvo vinculado al apoyo que Estados Unidos le brindó a esta empresa, impidiendo llegar a un arreglo y empujando al abismo, entre otras razones, al primer gobierno de Fernando Belaúnde. Luego, durante el gobierno de Juan Velasco, la mala relación con la potencia mundial continúo debido a la falta de acuerdo sobre la compensación por las expropiaciones de empresas de capital estadounidense.
La protección que los países brindan a sus capitales en el exterior lo vemos en la actualidad también en los acuerdos de libre comercio que firmamos. Así, el Acuerdo de Promoción Comercial entre Perú y Estados Unidos incluye normas específicas que permiten a los inversionistas estadounidenses acudir a un arbitraje internacional para resolver sus disputas con el Estado peruano. Aunque se trata de una práctica común, también presente en otros acuerdos comerciales, prioriza los riesgos políticos o la inestabilidad jurídica del lugar donde invierten las empresas, por sobre la soberanía del país.
En virtud de lo señalado, no debe sorprendernos la defensa que los gobiernos de Canadá, Australia, Francia y Colombia, a través de sus embajadas, realizan de los intereses de sus inversiones privadas en el Perú; las mismas que se han visto afectadas por la Ley 31018 que elimina el cobro de peaje a nivel nacional durante el Estado de Emergencia, sin derecho a compensación. Cierto es que este tema puede ser debatible, para muchos las circunstancias excepcionales permite medidas excepcionales, en todo caso el Ejecutivo ha planteado una demanda de inconstitucionalidad que deberá ser resuelta por el Tribunal Constitucional.
Si además añadimos que las empresas perjudicadas seguramente van a activar procesos contra el Perú, la carta enviada por los citados gobiernos al Congreso de la República solo se explica como un intento de ejercer presión sobre un poder del Estado. No obstante, las referencias que dicha carta hace a los perjuicios en el mantenimiento de las vías y los derechos de los trabajadores, pero, más importante aún, las consecuencias que puede tener la ley sobre las inversiones privadas en general “en un contexto como el actual en el que el Perú requiere enfrentar decididamente los impactos económicos de la pandemia del COVID19”, son preocupantes. Nuevamente, una cosa es la defensa de los intereses de sus empresas, y otra es realizar una amenaza, sutil y diplomática, pero amenaza al fin y al cabo.
No cae bien que siendo países cercanos al Perú, lleven a cabo este tipo de acciones; se confirma una vez más que los intereses de los países se terminan imponiendo a cualquier relación de amistad que pueda existir. Asimismo, cabe señalar que dichos gobiernos no siguieron el camino regular, pues según el Derecho Internacional debieron haber dirigido su comunicación al Ministerio de Relaciones Exteriores. Me imagino que, al haberse opuesto también el gobierno peruano a dicha ley, las cuatro embajadas decidieron dirigirse directamente al origen del problema. Saltarse las instancias correspondientes, no respeta las formas propias de la actividad diplomática, de ahí la segunda carta que las mismas embajadas enviaron unos días después a Cancillería disculpándose.
Lamentablemente, estas disculpas fueron principalmente por no haber utilizado los canales correspondientes, y no por el tema de fondo, la existencia de una amenaza que debe rechazarse enérgicamente. Señalar que buscaban compartir sus preocupaciones respecto al impacto de la iniciativa aprobada por el Congreso, no resulta creíble. Tampoco es cuestión de agravar el problema, en ese sentido Cancillería ha sido muy cauta, pero lo sucedido debería constituir una señal de alerta.
Para terminar, no deja de ser irónico que Colombia, uno de los cuatro países que firmó la tan discutida carta, autorizó por varias semanas la suspensión del pago de peajes para vehículos que garanticen el abastecimiento de alimentos. Parece que el gobierno colombiano, al igual que el Congreso peruano, entienden de manera similar el problema, pero en el Perú el mercado y la Constitución nos imponen reglas que debemos respetar, incluso en situaciones de extrema urgencia.